Por lo tanto, es Calcedonia la que está en el origen de esta Iglesia que se hizo una con el Líbano. Para defender su fe calcedoniana, las comunidades de Beit Maron se constituyeron en Iglesia autocéfala y comenzaron su simbiosis con el sagrado Líbano.

Por: Dr. Amine Jules Iskandar
Syriac Maronite Union-Tur Levnon
Asociado de maronitas.org
Escrito para Ici Beyrouth
Publicado el 21 de agosto de 2022
En el año de gracia 451, el emperador bizantino Marciano y su esposa Pulqueria convocaron el Cuarto Concilio Ecuménico de la Cristiandad en la Iglesia de Santa Eufemia de Calcedonia. El concilio afirmó claramente el diofisismo, o las dos naturalezas, humana y divina, de Cristo, verdaderamente hombre y verdaderamente Dios. «Un solo Cristo reconocido en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación», dice la profesión de fe conocida como «símbolo de Calcedonia».

Monofisismo
A los siríacos, cuyo enfoque teológico era más antropológico que filosófico, les resultaba difícil comprender estas sutilezas, sobre todo porque su vocabulario no incluía todos estos matices. Algunos siríacos reconocían la humanidad y la divinidad del Salvador, pero las veían fundidas en una sola naturaleza, tal como la definía el miafisismo. Sin embargo, serían acusados de monofisismo, que es una doctrina que en realidad predica sólo la naturaleza divina de Cristo.
Más allá del problema teológico, estos cristianos sospechaban un riesgo de asimilación política y cultural en el Imperio bizantino de habla griega. Apegados a su lengua y a su identidad siríaca, prefirieron rechazar Calcedonia en bloque, rechazando lo espiritual con lo temporal. Por estas mismas aspiraciones de independencia cultural, les seguirían los coptos y los armenios que, en esencia, nunca condenaron la doctrina calcedoniana.
Dado que los siríacos orientales ya estaban separados de la Iglesia universal desde el Concilio de Éfeso en 431, fueron los siríacos occidentales los que se encontraron con la controversia desencadenada por el Concilio de Calcedonia. Se sentían condenados a tener que elegir entre la unidad de la Iglesia, por un lado, y la salvaguarda de su cultura frente a la asimilación de Bizancio, por otro. Este dilema ocasionó la aparición de tres corrientes que darían lugar a tres iglesias distintas entre los siríacos occidentales.

Grupo 1: los rum
Un primer grupo optó por la unidad de los cristianos, adoptando el Concilio con todas sus implicaciones litúrgicas, culturales e incluso identitarias. Aunque siguieron hablando siríaco para el uso diario, estos fieles adoptaron el griego para su liturgia. El resto del pueblo siríacos se refería a ellos como «Rum» en su lengua, que significa bizantinos. De ahí surgió el nombre de «griegos». Este primer grupo formó así la Iglesia Rum o Griega-Ortodoxa, de la que se separó en 1724 una rama uniata, conocida como Griega-Católica o Melquita.
Grupo 2: Siríaco-Ortodoxo
El segundo grupo, muy apegado a su filiación cultural, rechazó el concilio en su conjunto. Calificados desde entonces como monofisitas, fueron conocidos en la Edad Media como jacobitas, en relación con su santo, Jacobo Baradeo. Al rechazar estas dos denominaciones, adoptó el nombre de Iglesia Siríaca-Ortodoxa, de la que se separó en 1662 una rama uniata, llamada Siríaca-Católica.

Grupo 3: Beit Maron
El tercer componente prefirió hacer una apuesta atrevida. La de la unidad de los cristianos, aunque dependa de un concilio celebrado por los bizantinos, y la del apego inquebrantable a la lengua, la cultura, la identidad y la espiritualidad siríaca. Este grupo conocido como Beit Maron, o comunidades de San Marón, acabó estableciéndose como Iglesia independiente con un patriarcado, a finales del siglo VII, con San Juan Marón.
La Iglesia maronita
Es notable que el apego a la lengua siríaca aparece claramente en el origen de la formación de esta Iglesia. Sin este valor, que les era inalienable, podrían haber trabajado por la unidad de los cristianos mediante su disolución en el mundo bizantino. Lejos de ello, sacralizaron su lengua tanto como su pertenencia a la Iglesia universal. En su opinión, ninguno de estos dos valores es negociable y ninguno puede ser condicionado. Está en juego su propia existencia, pues sobre esta doble dimensión se construyó su fe y su presencia.