SINAXARIÓN
DEL CALENDARIO LITÚRGICO MARONITA
l | Diciembre 16
SAN AGEO (HAGEO), PROFETA MENOR (522-486 a.C.)
Hoy 16 de diciembre, la Iglesia Maronita conmemora a san Ageo, el décimo entre los profetas menores del Antiguo Testamento, es llamado Hággáy en el texto hebrero y Haggaios en la Versión de los Setenta, de donde proviene la forma latina, Ageo. El significado exacto de su nombre es incierto. Muchos estudiosos lo consideran un adjetivo que significa “el festivo” (nacido en día de fiesta), mientras que otros lo consideran una forma abreviada del nombre Hággíyyah (Jagguías), “mi fiesta es Yahveh”, nombre propio que aparece en 1 Crón. 6,15 (Vulgata: 1 Cron. 6,30).
Existe una gran duda respecto a la vida personal del profeta. El libro que lleva su nombre es muy corto, y no contiene información detallada sobre su autor. Los pocos pasajes que hablan de él se refieren sólo a la ocasión en que tuvo que pronunciar un mensaje divino en Jerusalén, durante el segundo año del reinado del rey persa Darío I (520 a.C.); y todo lo que la tradición judía cuenta sobre Ageo no parece tener mucha, si alguna, base histórica. Afirman que nació en Caldea durante el cautiverio en Babilonia, que era un joven cuando regresó a Jerusalén con los desterrados y que fue sepultado en la Ciudad Santa entre los sacerdotes. También lo representan como un ángel en forma humana, como uno de los hombres que estaban con Daniel cuando vio la visión narrada en Dan. 10,7, como miembro de la llamada Gran Sinagoga, y como sobreviviente hasta la entrada de Alejandro el Grande a Jerusalén (331 a.C.), e incluso hasta el tiempo de Nuestro Salvador. Obviamente, éstas y tradiciones similares merecen muy poca credibilidad.
Circunstancias históricas
Al regresar de Babilonia (536 a.C.) los judíos, llenos de celo religioso, rápidamente le erigieron un altar al Dios de Israel y reorganizaron su culto sacrificial. Luego celebraron la fiesta de los Tabernáculos, y algún tiempo después colocaron los cimientos del “Segundo” Templo, llamado también el Templo de Zorobabel. Al poco tiempo los samaritanos—es decir, las razas mixtas que habitaban en Samaria---apelaron a las autoridades persas, para evitar que se prosiguiera con la reconstrucción del Templo. De hecho, la obra fue interrumpida por dieciséis años, durante los cuales se vieron obligados a descuidar la restauración de la casa de Dios por varias circunstancias, entre éstas: la invasión persa a Egipto en 527 a.C., una sucesión de malas temporadas que ocasionaron la pérdida de las cosechas y los viñedos, la indulgencia en el lujo y el egoísmo de las clases altas de Jerusalén. Hacia el final de este período las luchas políticas en que se involucró Persia hicieron imposible que sus gobernantes interfirieran con la obra de reconstrucción de Jerusalén, incluso si lo hubiesen deseado, y esto fue claramente comprendido por el profeta Ageo. En general, en el segundo año del reinado de Darío, el hijo de Histaspes (520 a.C.), Ageo vino en nombre del Señor a reprender la apatía de los judíos, y a convencerlos de que había llegado el tiempo de terminar su santuario nacional, que era el símbolo visible de la presencia Divina entre ellos.
Las profecías
El libro de Ageo consta de cuatro pronunciamientos proféticos, cada uno encabezado por la fecha en que fue dirigido.
La primera (1,1.2) es asignada al primer día del sexto mes (agosto) del segundo año del reinado de Darío. Apremia a los judíos a reasumir la obra de levantar el Templo, y a no apartarse de su deber por el disfrute de sus lujosas casas. También representa la reciente sequía como un castigo divino por su pasada negligencia. Este primer discurso es seguido por un breve relato (1,12-14) de su efecto sobre los oyentes; tres semanas después de comenzó el trabajo en el Templo.
En su segunda declaración (2,1-9) fechada el día veinte del mismo mes, el profeta predice que la nueva Casa, que ahora aparece tan pobre comparada con el antiguo Templo de Salomón, un día será incomparablemente más gloriosa.
En la tercera declaración (2,11-20) datada el vigésimo cuarto día del noveno mes (noviembre-diciembre), declara mientras la Casa de Dios no sea reconstruida, la vida de los judíos estará contaminada y maldita, pero que la bendición divina recompensará su renovado celo.
El último pronunciamiento (2,20-23) adscrito al mismo día que el anterior, dice que en el próximo derrocamiento de las naciones paganas, le concederá su favor a Zorobabel, el nuevo retoño y representante de la casa de David.
La mera lectura de estos oráculos nos hacen sentir que aunque fueron puestos en cláusulas separadas como era usual en la poesía hebrea, su estilo literario es escabroso y sencillo, sumamente directo, y, por lo tanto, muy natural de parte del intento de un profeta de convencer a sus oyentes sobre su deber de reconstruir la Casa del Señor.
Además de esta armonía en el estilo con el tono general del libro de Ageo, aparece información interna fuerte para confirmar la fecha y autoría tradicional de ese escrito sagrado. En particular, cada segmento de la obra provee con tales fechas precisas y tan expresamente atribuido a Ageo, que cada pronunciamiento lleva la marca distintiva de haber sido escrita tan pronto se pronunció.
También se debe tener en mente que aunque las profecías de Ageo tenían la intención directa de asegurar la inmediata reconstrucción de la Casa de Dios, no carecen de un significado más elevado. Los tres pasajes que se consideran como realmente mesiánicos son 2,7-8; 2,10; y 2,21-24. Es cierto que es significado de los dos primeros pasajes en el original hebreo difieren algo de la presente interpretación de la Vulgata, pero todos contienen una referencia a los tiempos mesiánicos.
El texto antiguo del libro de Ageo ha sido particularmente bien coservado. Las pocas variaciones que ocurren en los manuscritos se deben a errores al transcribirlos, y no afectan materialmente el sentido de la profecía.
Además de la corta obra profética que lleva su nombre, a Ageo también se le ha atribuido, pero erróneamente, la autoría de los Salmos 112(111) y 146(145).
Fuente: maronitas.org
Otros Santos para hoy
SANTA OLIMPIA, MÁRTIR (361-408)
El 16 de diciembre la Iglesia Maronita conmemora a santa Olimpia. En Nicomedia, de Bitinia, tránsito de santa Olimpía, que, habiendo enviudado cuando era aún joven, pasó el resto de su vida piadosamente en Constantinopla, entre las mujeres consagradas a Dios, sirviendo a los pobres. Permaneció siempre fiel a san Juan Crisóstomo, al que acompañó en su exilio.
Santa Olimpia (Olimpíada) a la que San Gregorio Nazianceno llama «la gloria de las viudas en la Iglesia oriental», fue para san Juan Crisóstomo lo que santa Paula fue para san Jerónimo. Olimpia pertenecía a una familia bizantina, tan rica como distinguida. Nació en el año 361. A la muerte de sus padres, su tío, el prefecto Procopio, se encargó de ella y, para gran gozo de la joven, confió su educación a Teodosia, hermana de san Anfiloquio. Era Teodosia tan extraordinaria que, según dijo san Gregorio a Olimpia, constituía un modelo de virtud, de suerte que encontraría en ella un espejo de todas las excelencias. Olimpia había heredado una cuantiosa fortuna y era hermosa y de carácter atractivo. Así pues, su tío no tuvo dificultad alguna en arreglar un matrimonio, agradable a ambas partes, entre ella y Nebridio, quien había sido un tiempo prefecto de Constantinopla. San Gregorio escribió disculpándose de no poder asistir al matrimonio a causa de su edad y mala salud, y envió a la novia un poema lleno de buenos consejos. Según parece, Nebridio era un hombre muy exigente; pero murió al poco tiempo. Inmediatamente, surgieron otros pretendientes a la mano de Olimpia, entre los que se contaban los personajes más distinguidos de la corte. El emperador Teodosio apoyaba la causa de Elpidio, un español que era pariente próximo suyo; pero Olimpia manifestó que estaba decidida a no volver a contraer matrimonio, diciendo: «Si Dios hubiese querido que siguiese yo casada, no se habría llevado a Nebridio». Teodosio siguió insistiendo, a pesar de todo. Como Olimpia no cediese, el emperador acabó por poner la fortuna de la joven en manos del prefecto de la ciudad, a quien constituyó tutor de Olimpia hasta que ésta cumpliese treinta años. El prefecto llegó hasta impedir a Olimpia que fuese a ver al obispo y acudiese a la iglesia. La santa escribió al emperador, quizá con demasiada dureza, que le agradecía la hubiese librado del cuidado de la administración de su fortuna, y que el favor sería completo si ordenaba que sus bienes fuesen distribuidos entre los pobres y la Iglesia. Impresionado por esa carta, Teodosio se informó de la vida que llevaba Olimpia y, el año 391, le devolvió la administración de sus bienes.
Entonces, santa Olimpia se ofreció a Nectario, obispo de Constantinopla, para recibir el velo de diaconisa, y se estableció en una espaciosa casa con cierto número de vírgenes que querían consagrarse a Dios. La santa se vestía sencillamente, vivía modestamente y era asidua en la oración y generosa en la caridad, hasta el grado de que san Juan Crisóstomo tuvo que aconsejarle en más de una ocasión que se moderase en la limosna, o más bien que fuese discreta en darla para socorrer a aquéllos que más necesitaban de su ayuda: «No fomentéis la pereza en quienes viven de vuestro dinero sin verdadera necesidad, porque eso sería como arrojar vuestro dínero al mar». El año 398, san Juan Crisóstomo sucedió a Nectario en la sede de Constantinopla. En seguida, tomó a santa Olimpia y su comunidad bajo su protección. Gracias a los consejos del obispo, las obras de beneficencia de santa Olimpia fueron extendiéndose. De su casa dependían un orfanatorio y un hospital; y, cuando los monjes que habían sido desterrados de Nitria llegaron a Constantinopla para apelar contra Teófilo de Alejandría, santa Olimpia se encargó de alojarlos y darles de comer. Entre los amigos de la santa se contaban san Anfiloquio, san Epifanio, san Pedro de Sebaste y san Gregorio de Nissa. Paladio de Helenópolis califica a Olimpia de «mujer extraordinaria», como «vaso precioso lleno del Espíritu Santo». Pero el amigo más íntimo y afectuoso de santa Olimpia era san Juan Crisóstomo, el cual, antes de partir al destierro el año 404, fue a despedirse de ella; fue necesario arrancar por la fuerza a Olimpia de los pies del santo para que le dejase partir.
Después de la partida del obispo, Olimpia compartió las amarguras de la persecución con todos sus amigos, pues todos estaban envueltos en ella. La santa compareció ante el prefecto de la ciudad, Optato, que era pagano, acusada de haber incendiado la catedral. En realidad, lo que querían los perseguidores era que la santa apoyase a Arsacio, el obispo usurpador; pero Olimpia dio muestras de ser muy superior a Optato y quedó libre por entonces. Durante el invierno, estuvo muy enferma y, en la primavera del año siguiente, fue desterrada y anduvo errante de ciudad en ciudad. A mediados del año 405, regresó a Constantinopla y compareció nuevamente ante Optato, quien la condenó a pagar una multa enorme por haber negado su apoyo a Arsacio. Ático, el sucesor de Arsacio, dispersó a la comunidad de viudas y vírgenes que la santa dirigía y acabó con todas sus obras de beneficencia. Las enfermedades, las más bajas calumnias y las persecuciones contra la santa se sucedieron unas a otras. San Juan Crisóstomo la alentaba y reconfortaba escribiéndole desde el destierro. Se conservan todavía diecisiete de sus cartas, que dejan ver los infortunios por los que atravesaron ambos santos. «Esta familiaridad con el sufrimiento debe regocijaros. Por haber vivido constantemente en la tribulación, habéis avanzado en el camino de las coronas y los laureles. Habéis sido con frecuencia víctima de enfermedades más crueles e insoportables que muchas muertes. En realidad, nunca habéis estado sana. Os habéis visto cubierta de calumnias, insultos e injurias, y las tribulaciones se han sucedido unas a otras sin interrupción. El llanto os es cosa familiar. Una sola de esas penas habría bastado para enriquecer vuestra alma». Y también: «Se necesita mucha paciencia para soportar el verse despojado de todo bien y desterrado a tierras malsanas, encadenado y prisionero, abrumado de insultos, burlas y menosprecios. Ni Jeremías con toda su serenidad hubiese podido soportar esas pruebas. Pero peor que estas pruebas, y peor que la pérdida de hijos muy queridos y aun que la muerte misma, es la mala salud que es el más terrible de los males, humanamente hablando». En otra carta escribe el santo: «No puedo dejar de llamaros bienaventurada. La paciencia y dignidad con que habéis soportado vuestras penas, la prudencia y sabiduría con que habéis sabido tratar los asuntos más delicados, y la caridad que os ha movido a arrojar un velo sobre la malicia de los que os persiguen, os han merecido un premio de gloria que, en adelante, os harán encontrar vuestros sufrimientos leves y pasajeros en comparación del gozo eterno».
Las cartas de San Juan Crisóstomo indican también que solía confiar a santa Olimpia misiones muy importantes. No sabemos dónde se hallaba la santa cuando supo que San Juan Crisóstomo había muerto en el Ponto, el 14 de septiembre de 407. Santa Olimpia murió en Nicomedia, el 25 de julio del siguiente año, poco después de haber cumplido los cuarenta años. Su cuerpo fue trasladado a Constantinopla, donde «llegó a ser tan famosa por su bondad, que todos la consideraban como un modelo y los padres esperaban que sus hijos se le asemejasen».
Fuente: maronitas.org