El misterio de la Santa y Victoriosa Cruz es el misterio del aquí y el ahora, del pasado, presente y el futuro del misterio pascual de Cristo, aunado a su glorioso regreso y triunfal victoria. Por eso la Cruz ha sido siempre el símbolo de la cristiandad, de la redención, de la victoria, del amor de Dios.

Por: P. Lic. Ulises Mbarak Ramírez
Canonista de la Pontificia Università della Santa Croce (Roma)
Asociado de maronitas.org
Publicado el 1 de noviembre de 2022
Introducción.
Cuenta la leyenda que estando a las puertas de Roma para la toma del puente milvio, Magencio y Constantino iban a disputar la batalla decisiva que, al vencedor, habría de convertir en emperador de todo el imperio romano. Antes de la gran batalla, el 27 de octubre del 312, Constantino tuvo una visión; vio las letras “X” (Chi) y “P” (Ro) del alfabeto griego, se trata de las iniciales del nombre de Cristo y una divisa que decía: Con este signo vencerás. Constantino mando ponerlo para su ejército, y, el resto…es historia.
Independientemente de la veracidad de la leyenda, esta historia muestra la fe cristiana sobre la victoria de Cristo en la batalla final, en el juicio universal, y la instauración de su reino. Y es aquí donde el cristiano mira con esperanza al futuro haciendo memoria de las palabras del Señor: «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». (Jn 12, 32). Estas palabras las hemos entendido viendo a Jesucristo alzado en la cruz, y, es justo allí, donde el cielo y la tierra se unieron, la humanidad fue redimida y Dios glorificado.
El misterio de la Santa y victoriosa Cruz, es el misterio del aquí y el ahora, del pasado, presente y el futuro del misterio pascual de Cristo, aunado a su glorioso regreso y triunfal victoria. Por eso la Cruz ha sido siempre el símbolo de la cristiandad, de la redención, de la victoria, del amor de Dios.
El ciclo de la santa Cruz en el conjunto del calendario litúrgico [1].
El calendario litúrgico es el calendario con el que los cristianos vamos meditando, profundizando, celebrando y viviendo los misterios de amor de Dios hacia, teniendo a Jesucristo como único mediador entre Dios y los hombres, y, la obra de redención como la concretización del amor de Dios por, con y en Jesucristo.
El calendario litúrgico va marcando el ritmo y el tiempo de la vida y obra redentora de Jesucristo en nuestro aquí y ahora, nuestro presente, de tal manera que, los cristianos recorremos cíclicamente, año tras año, la obra de la salvación. Puede servirnos la imagen de un camino cíclico en espiral ascendente para entender cómo funciona el calendario litúrgico. De abajo hacia arriba, de lo humano a lo divino, de la tierra al cielo.
Otro aspecto importante a tener en cuenta es la formación histórica del calendario litúrgico. Encontramos en su formación dos elementos antropológicos básicos: el calendario lunar y el calendario solar, y, asociado a ellos, los ciclos agrícolas del hemisferio norte del planeta.
El cristianismo heredó del judaísmo varios aspectos cultuales y religiosos, entre ellos algunas fiestas como Pascua y Pentecostés. Estas fiestas tomaron una dimensión nueva y plena por el misterio pascual de Cristo. Desde el judaísmo antiguo, estas fiestas se rigen por el calendario lunar, haciendo que no tengan una fecha fija (en nuestro calendario solar). Esto hace que algunas fechas de celebraciones cristianas dependan de la calendarización de la Pascua y por tanto del calendario lunar. El inicio de la cuaresma con el domingo de Caná y lunes de ceniza se fija cada año dependiendo de cuando sea la Pascua y esta depende, hoy por hoy, del clico lunar. Esto desencadena la fijación de otras fechas: Pentecostés, Corpus Christi, Sagrado Corazón de Jesús, por mencionar algunas.
El calendario solar, fija las fechas establemente. Así, Navidad será siempre el 25 de diciembre, y por lo tanto la fiesta de la Anunciación el 25 de marzo. La fiesta de la Inmaculada concepción de la Virgen María será el 8 de diciembre y su natividad, nueve meses después, el 8 de septiembre. Ambos calendarios lunar y solar interactúan sinérgicamente. Los ciclos agrícolas del hemisferio norte dejaron plasmado también las diversas manifestaciones de piedad tanto de judíos como de cristianos, y se reflejan en el calendario litúrgico mediante las celebraciones que tienen que ver con la siembra, la cosecha, las primicias, acciones de gracias y súplicas.
Nuestro calendario litúrgico tiene como base la simbología del número 7 y su correlativa relación con el número 8. En la tradición judía y bíblica, el 7 adquirió el significado de perfección y el 8 de infinitud, eternidad, más que perfección. Por eso los santos padres de los primeros siglos llamaron al domingo, el día del señor, como el octavo día [2] , aunque cronológicamente sea el primero, y es que Jesucristo es el principio y el fin, el alfa y el omega. Jesucristo es ayer, hoy y siempre.
Por eso, la liturgia maronita tiene un ritmo semanal, donde el domingo, la pascua semanal, rige el resto de la semana y de sus celebraciones [3]. En esa misma dinámica, el calendario litúrgico comienza en noviembre con el domingo de la consagración y renovación de la Iglesia, regido por la fecha del 25 de diciembre, y dependiendo del día en que comience noviembre. Si noviembre comienza antes del domingo o después del domingo se agrega o resta un domingo: de la dedicación de la Iglesia y/o de la renovación de la Iglesia. Después iniciamos el recorrido por los misterios de la obra de salvación en sus inicios con los domingos de los anuncios, siguiendo los pasos de las narraciones evangélicas. Los acontecimientos previos al nacimiento del Redentor, su nacimiento e infancia, estamos en el ciclo del glorioso nacimiento.
El 6 de enero marca el inicio del ciclo de la Epifanía. Allí contemplamos la manifestación de la Santísima Trinidad y cómo Dios se revela a la humanidad. En este tiempo caminamos con Jesús en su misión pública del anuncio de la llegada del Reino. Dios se da a conocer, se revela, y anuncia la plenitud de los tiempos con la llegada del Mesías. Domingo tras domingo el anuncio de la revelación se va expandiendo desde el último de los profetas, san Juan el Precursor, hasta los gentiles.
El anuncio de la llegada del Reino y la obra del Mesías tiene su culmen en su Pasión, muerte y resurrección. El ciclo del Gran Ayuno (Cuaresma), nos prepara para la celebración de la Pascua, y a la vez nos descubre los misterios de la misericordia de Dios, su amor a los hombres, la razón de su pasión y sacrificio. Son 50 días en que los cristianos hacemos penitencia y reflexionamos sobre nuestros pecados y la misericordia de Dios. En efecto, son 50 y no 40 como en otros calendarios litúrgicos. Esto por varias razones de índole histórica, cultural y litúrgica. Sin entrar en detalles, una de esas razones es la simbología del número 7 y 8. Cuando Pedro preguntó a Jesús cuantas veces debía perdonar, el Señor respondió setenta veces siete (70 x 7), (Mt. 18, 21-22). El tiempo del Gran Ayuno dura 7 semanas de 7 días (7 x 7= 49), más el día octavo que da una cincuentena. Dentro de esa cincuentena se hace presente la Semana de la Pasión o Semana Santa. En ella está contenido el Triduo Pascual: Jueves de los misterios, Viernes de la Crucifixión y Sábado de la Luz.
Terminadas las celebraciones de la Pasión del Señor, comenzamos la fiesta de las fiestas, el eje central del calendario litúrgico cristiano: el ciclo glorioso de la Resurrección. Son 50 días en los que meditamos, celebramos, profundizamos, vivimos el acontecimiento de nuestra salvación por antonomasia. De igual manera son 7 semanas de 7 días donde el tema es la resurrección de Jesús y su aparición a los apóstoles.
La Pascua llega a su fin con la celebración de Pentecostés. Esta fiesta tiene sus orígenes en las celebraciones agrícolas del pueblo judío. En ella se daba gracias por el fin de la cosecha, pero luego se le agregó la celebración del don de la ley y la alianza. Sucedió que, mientras los judíos celebraban la fiesta de pentecostés (de los cincuenta días o de las siete semanas), el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles. La fiesta de Pentecostés marca el inicio de la misión de la Iglesia llevando el anuncio del Evangelio a todas las naciones. Como la fecha de esta fiesta depende del calendario lunar, no tiene una fecha fija. Tiene lugar entre mayo y junio de nuestro calendario solar, y en este ciclo meditamos, profundizamos, vivimos, celebramos, el caminar de la Iglesia desde sus inicios, la primera predicación del evangelio y su expansión en el mundo. La obra del Espíritu Santo que descendió sobre los apóstoles, se trasmitió de generación en generación hasta nuestros días. Así la Iglesia continua su misión apostólica y evangélica.
La proyección de la misión de la Iglesia en el tiempo tiene su culmen en la segunda venida de Cristo. El camino que hemos recorrido desde noviembre a través de los diversos ciclos litúrgicos llega a la meta final con la Parusía [4] . Así, el 14 de septiembre comienza el ciclo de la Santa Cruz. En este tiempo meditamos, profundizamos, vivimos, celebramos el misterio de la escatología cristiana: la segunda venida de Cristo en gloria y victoria. La recapitulación de toda la historia para ser entregada al Padre por el Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo.
Podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el ciclo de la Santa Cruz es el cierre con broche de oro de nuestro calendario litúrgico. Y no podría ser diferente. El camino emprendido desde noviembre, al inicio del calendario litúrgico y sus ciclos, es el recorrido de la historia de la salvación y de la misión de la Iglesia, fase por fase. El culmen de la historia de la salvación tiene lugar en la batalla final, en el juicio universal, en la segunda venida gloriosa de Jesucristo. Eso es el ciclo de la Santa Cruz. La esperanza cristiana hecha certeza en la fe, donde la victoria final del Señor se hace presente en el aquí y ahora de nuestro tiempo presente. El signo de la Cruz resplandece como el signo del que triunfó desde la muerte para dar vida, y vida en abundancia (Jn. 10, 10).
El ciclo de la Santa Cruz está compuesto por 7 semanas en las cuales meditamos, profundizamos, vivimos y celebramos las persecuciones de los cristianos, la perseverancia, el juicio universal y la segunda venida de Cristo, concluyendo con la fiesta de Cristo Rey el último domingo de octubre. Jesucristo, rey del universo que recapitula todo para entregar al Padre el universo entero. El Rey que establece su reino prometido y conquistado por su sacrificio en la cruz.
Lo dicho, el ciclo de la Santa Cruz es el colofón y culmen del camino recorrido en el calendario litúrgico. Desde que Jesucristo se encarnó hasta la realización total de su obra redentora en el juicio universal. La liturgia maronita dedica todo un tiempo litúrgico al misterio de la Parusía, ya que este misterio forma parte de la entera obra de salvación realizada por Jesucristo a favor de la humanidad y del universo entero.
Espiritualidad del ciclo de la Santa Cruz.
La serpiente, el mal y el bien.
En el libro de los Números (21, 5-9) se narra cómo ante la infidelidad del pueblo de Israel, el Señor Dios envió serpientes para que los mordieran. El pueblo clamó la misericordia del Señor, y Él mandó a Moisés hacer una serpiente de bronce alzada en un mástil, para que todo el que la viera tras haber sido mordido quedara sano. Este pasaje fue interpretado por el mismo Señor Jesús, dándole su pleno sentido y cumplimiento. «Igual que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna en él» (Jn, 3,14 y 15). Y también, «Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí». (Jn 12, 32).
La serpiente ha tenido en la tradición judío-cristiana un significado negativo, en tanto que representa el mal. Este caso no es la excepción. La mordedura de la serpiente produce la muerte. Pero Dios utiliza la imagen de la misma serpiente para ser medio de la salvación. De la serpiente vino el mal, de la serpiente de bronce mandada hacer por Dios, vino el bien, la salvación. Esta misma dinámica se hace presente en la crucifixión de Cristo. Por el pecado de Adán vino la muerte, por la muerte de Cristo vino la vida. El madero de la cruz fue un instrumento de tortura, vejación y muerte, pero Dios lo convirtió en instrumento de salvación, victoria y vida eterna.

En efecto, la cruz nos recuerda el dolor y muerte de Jesús de Nazaret, pero por la misma dinámica divina, la cruz no queda manchada de maldad, sino que, una vez resucitado Cristo, es signo de su victoria. Parafraseando la célebre frase de san Agustín, allí donde abundó el pecado, sobre abundó la gracia, podemos decir: allí donde abundó la muerte, sobre abundó la vida. Es el misterio de la victoria de Cristo que ilumina, trasforma y renueva el sentido de la Cruz.
En este ciclo litúrgico, podemos encontrar una cruz bellamente adornada, o distinguida con un paño de victoria entrelazado en su eje horizontal. Este signo nos recuerda esta transformación de la muerte a la vida, del mal al bien, dicho con palabras de san Pablo, del hombre viejo al hombre nuevo [5]. Y es ahí donde el cristiano puede decir: con la gracia de Dios, yo también puedo cambiar y ser transformado. No hay pecado que no pueda ser perdonado y redimido, no hay pecador que no pueda ser transformado y hecho santo.
Si, incluso la serpiente que es signo de maldad, de muerte, es renovada para ser instrumento de bondad, de salud. En este sentido veamos el báculo de los obispos de tradición bizantina el cual es una serpiente (bicéfala), no porque simbolice la maldad, sino siguiendo la interpretación de Nm. 21, 9 hecha por el mismo Jesucristo en Jn. 3, 15 donde la serpiente de bronce elevada es Cristo crucificado. O bien, sirva como ejemplo el símbolo de la salud (la serpiente en el mástil).
La Cruz y el dolor humano [6].
La primera semana después del 14 de septiembre tiene como tema propio el valor salvífico del dolor. Y es lógico que sea así. El 14 de septiembre se nos revela el misterio de la cruz como medio de salvación, e inmediatamente después se nos propone la imitación de Cristo en el misterio de la cruz, del dolor. Por el dolor, el sacrificio, y muerte en cruz de Cristo hemos tenido la salvación. En esta primer semana las lecturas del evangelio de cada día nos proporcionan una herramienta para meditar sobre como el dolor es vía de salvación.
«Se puede decir que el hombre se convierte de modo particular en camino de la Iglesia, cuando en su vida entra el sufrimiento. Esto sucede, como es sabido, en diversos momentos de la vida; se realiza de maneras diferentes; asume dimensiones diversas; sin embargo, de una forma o de otra, el sufrimiento parece ser, y lo es, casi inseparable de la existencia terrena del hombre». (Carta apostólica de S.S. san Juan Pablo II, Salvifici doloris, n.3 del 11 de febrero de 1984). Con estas palabras san Juan Pablo II nos recuerda una realidad terrible para el ser humano, pero que aun siendo fatídica, no es desesperanzadora, ya que «El sufrimiento parece pertenecer a la trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre está en cierto sentido « destinado » a superarse a sí mismo, y de manera misteriosa es llamado a hacerlo». (SD, n2).

En el dolor el hombre encuentra un camino hacia la trascendencia. San Marcos en el capítulo 10, versículos del 35-45, narra unas escena en la que Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, buscan la trascendencia y por eso la piden al Señor Jesús: «concédenos sentarnos uno a tu izquierda y otro a tu derecha en tu gloria». Pero el Señor, que si les asegura la trascendencia les advierte el camino para llegar a ella, ser bautizados con el bautismo que Él será bautizado y beber del cáliz que Él beberá, el Señor los está invitando a su pasión y muerte. El lugar que ellos pedían no se les concederá porque están reservados, pero queda claro que para llegar a ser grande en el reino de los cielos es necesario haber padecido como el Señor Jesús, y haber vivido el mandamiento del amor en el servicio al prójimo.
El misterio de la cruz es a todas luces un misterio de dolor. En ese sentido, la cruz simboliza el dolor que indefectiblemente todo ser humano experimenta en este mundo, pero que en Cristo ese dolor no es en vano, sino trascendente. Por un lado ayuda a las personas a superarse mediante el esfuerzo y la virtud, y por otro lado purifica y asemeja a Cristo, el cual tras haber padecido transformo el dolor en vida. En efecto, para el cristiano el dolor no es solo la experiencia de la amargura vivida, es, por el contrario, como el fuego que acrisola el oro [7]. Esta idea, que más que idea es una verdad iluminada por la fe, irriga todo el tiempo litúrgico de la Santa Cruz. Cruz y dolor, Cruz y victoria, son dos caras de una misma moneda, la redención del hombre obrada por el amor de Dios a la humanidad.