Del imperio a la nación
- www.maronitas.org

- 1 ago
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 24 ago
Las poblaciones suníes de las ciudades de la costa levantina siempre han formado parte de imperios que se extendían más allá de Levante con sus minorías étnicas. Con la desintegración de estos imperios y la aparición de pequeñas entidades geográficas, las minorías locales se convirtieron en mayoría y arrebataron estas ciudades costeras a la desaparecida entidad imperial. El problema político creado por esta nueva situación sociodemográfica sólo se ha resuelto con soluciones quiméricas.

Por Dr. Amine Jules Iskandar
Syriac Maronite Union-Tur Levnon
Asociado de maronitas.org
Escrito para Ici Beyrouth
Publicado el 19 de julio de 2025
En Levante, el islam arraigó en las principales ciudades costeras del Mediterráneo, como Jaffa, Haifa, Akka, Sidón, Beirut, Trípoli, Tartous y Latakia. Estas comunidades, aunque rodeadas de colinas cristianas y judías, o dominadas por una cordillera cristiana, nunca se sintieron aisladas. Se veían a sí mismas plenamente integradas en el vasto espacio estructurante de un imperio sunní. En esta escala imperial, el interior levantino no les parecía más que una insignificante campiña periférica.
Los califatos
Desde la llegada de los árabes con Umar ibn al-Jattab en el año 636, una sucesión de dinastías reforzó la conciencia territorial dominante de las ciudades costeras. Sus habitantes prestaban poca atención a su entorno inmediato levantino, pero miraban mucho más allá, hacia la extensión de un imperio que se extendía desde el golfo Pérsico hasta el océano Atlántico.
Tanto en conciencia como en derecho, los habitantes de las ciudades no pertenecían a su entorno local, sino a un califato que había encarnado su identidad musulmana y sunní desde que fue establecido por los califas Rashidun (636-661). Esta visión imperial continuó bajo los omeyas (661-750) en Damasco y los abbasíes (750-878) en Bagdad. El poder central pasó después a El Cairo bajo dinastías turcas como los tuluníes (878-905) y los ikhshidíes (935-969). A pesar de su autonomía respecto a los abbasíes, éstos aseguraron la continuidad mediante el árabe como lengua oficial y el islam sunní como religión del Estado.
En el año 969, el califato pasó a manos de los fatimíes (969-1071), la única dinastía no sunní, ya que eran chiíes ismailíes. Sin embargo, este interludio duró poco, ya que el sunismo se reafirmaría con los turcos selyúcidas (1071-1098).
El periodo franco
Sólo entre 1098 y 1291, durante el periodo franco, las ciudades de la costa levantina pasaron a formar parte de Levante. De nuevo cristianas, se abren a su interior siríaco-maronita, greco-ortodoxo y armenio. Estas ciudades ya no pertenecían al imperio árabe-musulmán, sino al reino de Jerusalén, al condado de Trípoli y al principado de Antioquía.
Sin embargo, este lapso de dos siglos sólo sirvió para reavivar en estas poblaciones sunníes la necesidad existencial de pertenecer a lo que se extiende mucho más allá de Levante. Este territorio se les aparecía como un modesto suburbio de las prósperas ciudades portuarias volcadas hacia el imperio infinito del que esperaban constantemente tanto la prosperidad como la liberación.
De hecho, una vez más, la salvación iba a venir de los suníes. Fue de nuevo una dinastía turca de El Cairo la que vino a arrancarlos de las garras levantinas y devolverlos al Imperio. Estos libertadores fueron los mamelucos, que arrebataron Haifa a los cristianos en 1265, seguida de Antioquía en 1268. Trípoli, protegida por su montaña maronita, resistió más tiempo, pero finalmente sucumbió en 1289.
Los Otomanos
El sultanato mameluco no terminó hasta 1516, y sólo para dar paso a una nueva autoridad suní: los otomanos. Para los habitantes de las ciudades de la costa levantina, estos nuevos conquistadores no eran más que nuevos protectores, custodios del Califato con una nueva capital, Estambul, que sucedía a Damasco, El Cairo y Bagdad.
Los otomanos ejercieron su dominio durante cuatro siglos, consolidando profundamente el sentimiento de pertenencia al orden imperial entre los habitantes de Levante. De árabes a turcos, la etnia era irrelevante frente al valor central del califato.
El final del Imperio Otomano en 1918 marcó una ruptura radical, seguida de un periodo de agitación identitaria y existencial para las ciudades de Levante. Por primera vez desde la caída de los Estados latinos, se vieron incorporadas a entidades levantinas que las arrancaron de sus orígenes imperiales.
Los suníes de Tartous y Latakia se integraron en un Estado alauita; los de Jaffa, Haifa y Akka, en un hogar nacional judío; y los de Sidón, Beirut y Trípoli, en un Líbano cristiano.
Soluciones quiméricas
Para reforzarlas, se improvisó un espejismo de soluciones quiméricas con la unificación de una República Árabe Siria y la adhesión de el Líbano a una liga de Estados árabo-musulmanes. Para Jaffa, Haifa, Akka y las ciudades situadas más al sur, la causa palestina encarnaría en adelante todas las frustraciones de las poblaciones del litoral levantino, arrancadas de su califato imperial.
Aún más sorprendente fue la adhesión de los chiíes de Jabal-Amel y Baalbeck a esta lógica transnacional, basada en particular en el efímero periodo fatimí. Sin olvidar, sobre todo, que son duodecimanos y no ismailíes como los fatimíes y como los pocos pueblos drusos y sin duda chiíes que han desaparecido en Kesrouan, en el Monte Líbano.
Esta megalomanía transfronteriza parece haber sido destructiva para sus seguidores, ya sean suníes o chiíes. Ha desestabilizado los países de Levante, diezmado sus poblaciones y exacerbado las tensiones interétnicas.
África y Golfo Pérsico
Por otra parte, los suníes de los Estados del Golfo, como los de Egipto y el norte de África, gozan de estabilidad porque su identidad nacional es capaz de integrar la noción de fronteras. Sus ciudades no son enclaves que contrastan demográfica y culturalmente con su entorno. Sus poblaciones no se consideran abandonadas por sus capitales imperiales de Damasco, El Cairo, Bagdad o Estambul. A excepción del componente copto de Egipto, estos países constituyen Estados-nación en la medida en que la identidad de su población se corresponde con la de su nación.
El repliegue de los Estados del Golfo hacia su propia riqueza, prosperidad y apertura a Occidente ha hecho sonar la campana de la muerte del panarabismo. Se ha derrumbado, dejando huérfanos una vez más a los suníes de Levante. El panarabismo representaba el último avatar del imperio para todos los nostálgicos del poder otomano, como los suníes del Levante, pero también los feudales druso y maronita. Son precisamente estos señores feudales los que derivan su fama, sus títulos de jeque o beik, y todos sus privilegios, del imperio islámico de los otomanos, del que sólo pueden arrepentirse amargamente. Expresan este apego refugiándose en el arabismo y son inmediatamente mimetizados por un neofeudalismo emergente.
Panarabismo
El panarabismo fue, pues, la salvación definitiva para los suníes de Levante tras la caída del Imperio Otomano. De ahí su apego visceral a la manifestación del arabismo que es la causa palestina. La causa palestina ya no se refiere exclusivamente a Palestina. Se ha convertido en la quintaesencia de sus aprensiones, de su íntimo sentimiento de abandono y desarraigo de su mundo imperial y de su identidad orgánica.
Más allá de su dimensión política, la causa palestina refleja básicamente la profunda angustia de los suníes de Latakia, Tartous, Trípoli, Beirut y Sidón, acosados por el temor a sufrir el mismo destino que los de Haifa, Akka y Yafo. De ahí la persistencia y exacerbación de esta causa en las ciudades de Levante y Occidente, aunque haya sido superada, si no abandonada, en los países árabes en paz consigo mismos.
Esta tragedia etnopolítica exige una solución visionaria, pero ¿cuál es? Ni la incorporación del Estado alauita a la República Árabe, ni la pertenencia de el Líbano a la Liga Árabe y su compromiso con la causa palestina han logrado disipar los temores y ansiedades existenciales. Al contrario, han amplificado los sentimientos de inseguridad, desencadenando guerras y limpiezas étnicas, y más éxodo y sufrimiento.
Para leer el texto original en francés: De lempire à la nation




Comentarios