El discurso que conmovió al Papa Leon XIV en el hospital de la Cruz
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Durante la visita del Papa, antes de regresar a Roma, se detuvo en el «Hospital de la Cruz» para enfermos psiquiátricos en Jal Ed Dib (Líbano), y escuchó este discurso que lo conmovió, según se dejó ver el papa en sus gestos. Fue dirigido por la hermana Marie Makhlouf, superior general de la congregación libanesa de las «Hermanas de la Cruz».

Su Santidad, nuestro Sumo Pontífice, el Papa León XIV:
Le damos la bienvenida al Hospital Psiquiátrico de la Cruz, el hospital que no elige a sus pacientes, sino que acoge con amor a aquellos a quienes nadie más ha elegido. Aquí moran almas olvidadas, agobiadas por su soledad... rostros que no se ven en los medios de comunicación, de los que no se oye hablar en los púlpitos. Su visita de hoy da testimonio a los hermanos menores de Jesús, los más pobres entre los pobres y los más afligidos, del amor de Dios por ellos y del precioso lugar que ocupan en Su corazón y en el suyo... Usted ha levantado ante el mundo una bandera evangélica: «Bienaventurados los pacificadores». Y hoy afirmamos: la paz nace cuando la Iglesia tiende la mano a quien ni siquiera puede pronunciar su propio nombre.
Le agradecemos su visita a nuestro hospital, un lugar que da testimonio al mundo de que esas almas olvidadas no son una carga que hay que soportar, sino más bien un tesoro preciado de la Iglesia. Le damos las gracias, porque su visita es una señal viva de que la Divina Providencia, en la que siempre ha confiado nuestro beato fundador, Abouna Yaacoub, sigue guiándonos y sosteniéndonos con fuerza y fe. Nuestra misión es un milagro diario, como atestiguan quienes la han vivido. ¿Cómo podría una humilde institución, privada de todos los medios, permanecer firme en medio de los horrores de las explosiones, el hambre, las epidemias y el colapso de las instituciones estatales? ¿Cómo seguimos adelante, sin apoyo, pero abriendo cada vez más nuestras puertas, cada vez que las puertas del mundo se cierran a quienes buscan refugio?
Ni la ciencia puede explicarlo... ni la economía mundana... ni la lógica humana. Solo el Cielo tiene la respuesta... ¡Es el gran milagro de Abouna Yaacoub! Vivimos de la «ofrenda de la viuda», pero no nos falta nada, porque Dios convierte las ofrendas de nuestros benefactores en un desbordamiento de amor, igual que Cristo multiplicó los cinco panes y los dos peces. El milagro se renueva y los hambrientos son alimentados.
Su Santidad, rezamos con usted por el día en que el Líbano, los fieles de todo el mundo y las hijas de Abouna Yaacoub se regocijen en la solemne celebración de su canonización en los altares de la Iglesia, para que brille como un faro de amor por los pobres, su intercesor y una imagen genuina de la convivencia; Él, que acogió a los que sufrían y fundó instituciones para ellos; Él fue, en efecto, un estado en un hombre y un icono viviente de la humanidad, cuando declaró: «Mi religión es el Líbano y todos los que sufren...».
Su Santidad, gracias por ser un padre para los olvidados, los abandonados y los marginados. Tenga la seguridad de que le llevamos en nuestras oraciones junto a nuestros pacientes, nuestros estudiantes y todos aquellos que sirven con nosotros, y junto con usted, imploramos a María, nuestra Madre, diciendo con sus propias palabras: Enséñenos a estar a su lado en las innumerables cruces, donde su Hijo sigue crucificado... Gracias.
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Respuesta del Papa:
Queridos hermanos y hermanas:
Buenos días.
Gracias por vuestra cálida acogida. Gracias.
Me alegro de encontrarme con ustedes, era mi deseo, porque aquí habita Jesús: tanto en ustedes, los enfermos, como en ustedes que los cuidan: las Hermanas, los médicos y todos los trabajadores sanitarios y administrativos. En primer lugar, quisiera saludarlos con afecto y asegurarles que están en mi corazón y en mis oraciones. ¡Y les agradezco por el hermoso himno que han cantado! ¡Gracias al coro y a los compositores, es un mensaje de esperanza!
Este hospital fue fundado por el beato padre Jacques, padre Yaacub, incansable apóstol de la caridad, de quien recordamos su santidad de vida, que se manifestó especialmente en el amor a los más pobres y a los que sufren. Las Hermanas Franciscanas de la Cruz, fundadas por él, continúan su obra y prestan un precioso servicio. Gracias, queridas Hermanas, por la misión que llevan adelante con alegría y dedicación.
También quisiera saludar con profunda gratitud al personal del hospital. Su presencia competente y solícita, así como el cuidado de los enfermos, son un signo tangible del amor compasivo de Cristo. Son como el buen samaritano, que se detiene junto al herido y lo cuida para aliviarlo y curarlo. A veces puede sobrevenir el cansancio o el desánimo, sobre todo por las condiciones no siempre favorables en las que trabajan. Los animo a no perder la alegría de esta misión y, a pesar de algunas dificultades, los invito a tener siempre presente el bien que pueden realizar. Es una gran obra a los ojos de Dios.
Lo que se vive en este lugar es un aviso para todos, para su tierra, pero también para toda la humanidad. No podemos olvidarnos de los más frágiles; no podemos imaginar una sociedad que corre a toda velocidad aferrándose a falsos mitos de bienestar, ignorando tantas situaciones de pobreza y fragilidad. En particular nosotros, los cristianos, que somos la Iglesia del Señor Jesús, estamos llamados a cuidar de los pobres: el Evangelio mismo nos lo pide y —no lo olvidemos— nos interpela el grito de los pobres, que atraviesa también la Escritura: «En el rostro herido de los pobres encontramos impreso el sufrimiento de los inocentes y, por tanto, el mismo sufrimiento de Cristo» (Exhort. ap. Dilexi te, 9).
A ustedes, queridos hermanos y hermanas marcados por la enfermedad, quisiera sólo recordarles que están en el corazón de Dios, nuestro Padre. Él los lleva en la palma de sus manos, los acompaña con amor, les ofrece su ternura a través de las manos y las sonrisas de quienes cuidan de su vida. A cada uno de ustedes el Señor les repite hoy: ¡Te amo, te quiero, eres mi hijo! ¡No lo olviden nunca! Gracias a todos. Shukrán. Allah ma’akum (Gracias. Que Dios esté con ustedes).




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